Acostumbraba a presumir para sus adentros que él no era como los demás. Que era feliz teniendo todo, que controlaba los bienes y los males que enraizaban su vida... Vivía sin preocupación, permitiéndose incluso improvisar. Sacarse de la chistera una persona, y tantearla como si de un conejo se tratase. Pero no lo hacía aposta. Quizá el conejo también era feliz, cada uno con su particular visión idílica del mundo.
Pero él se creía distinto, y era cierto. Valoraba muchísimo pequeños detalles que le gustaba tener bajo su control, en su justa medida. Se conformaba con que los principales relojes que adornaban su estantería tuviesen puntualidad y pilas de sobra. Y el que no le aportase nada, a la basura. Una independencia ficticia de la que se sentía orgulloso, mientras que olvidaba que en el fondo de su armario, una caja escondía un lápiz gigante, una libreta semivacía (color beige claro apuntalada con pentagramas musicales) y los nueve pedacitos rotos que tiempo atrás compusieron su ilusión y sus sueños
No obstante, llegó el temido día en el que el idílico y minucioso mundito de cristal que había construido se vino abajo. Algo más profundo que una concienzuda reflexión de varias horas, una auténtica oración, le encendió una chispa que rompió un poco de su corazón. O lo revivió, de algún u otro modo, recordándole la mano que siempre le había dado de comer. ¿Y después? Supo que tenía que echarlo todo abajo.
Daba vueltas en silencio, reía sin ganas, pensaba y meditaba recuerdos pasados que valían una vida. Sabía que su barco nunca habría sido resistente a pesar de haber escondido con él los tesoros más valiosos y secretos. Llegaron los golpes, las olas, simples pero bien dirigidas, hasta que la soledad llamó a su puerta. Y con todo, sigilosamente, como viene él siempre, le atrapó el miedo.
Tres, dos, un sólo día, un sólo instante de miedo, era capaz de adormecerlo hasta el más profundo insomnio. Le cortaba el aliento, le hacía perecer en el más infinito silencio de las horas vacías, del mundo perdido, de los caminos andados y errados. Del sentido que podía tener todo aquello para él.
La putrefacción que acompañaba sus días se traducía en mentiras y falsos rostros. Dejar escapar ese tiempo perdido, ponerse la careta, fingir... Necesitaba reflejar en los demás una ficción, una falsa alegría que pudiera captar la atención de todos a su alrededor. Una burda y soberbia gilipollez que irradiaba para poder esconderse detrás. El precipicio de su vida le aislaba de toda reacción, de todo cambio de actitud posible. Amarrado a ese miedo rechazaba al mundo, que a cada segundo se le asemejaba más hostil, más embustero, ajeno, desconocido, inadaptable, opaco... Un rechazo hacia sus más profundos sentimientos, hacia si mismo.
Pobre infeliz se siente ahora, ése, que lo tenía todo. Que llegado el momento, decidió sacrificarlo en pago por el error voluntario que le llevó a conseguirlo, inmerecidamente. Ese inocente infeliz que arrastra colina abajo los pedacitos más valiosos de otro mundo, de otra vida en la que había despertado la misma ilusión y sueños, desconociendo la piedra que los detendrá.
Ése, que ahora que no puede hacer nada, lamenta todo, su impotencia y la infelicidad ajena.