Me inspiran sus miradas. Me inspiran sus palabras, sus caricias, la profundidad de sus pequeños ojitos. El momento de los susurros tontorrones, que dicen mucho pero machacan poco. Los ratos en los que no se puede escribir, ni se pueden describir. Ratos de silencios, de oración, de inquietud, de dar gracias. Ratos perturbadores, fechas, cifras, que activan recuerdos y remueven conciencias. Pero ocurre que, últimamente, me faltan las palabras. A mí, que siempre me han sobrado por los codos. ¿Dónde se van aquellas palabras que nunca decimos? Aquellas frases que invaden nuestra cabeza antes de dormir, y nos repetimos para nuestros adentros, esperando que amanezca, suene la alarma, estropee un sueño, y aún así podamos recordar tal conjunto mágico de letras que podría convertirse en el tuit de la semana.
En el centro del overbooking mental del día a día, más que nunca resuena la idea de agarrar ese cuaderno en el que nunca me decido a escribir, y es normal. Parece que dé miedo. El cuaderno tiene algo especial que no tienen estos textos digitales y abstractos; las hojas, las letras, transmiten tantas cosas más allá del estado en el que escribiste... Abrir esas galerías de páginas dejadas atrás esconde tanto a veces. El cuaderno verde esconde canciones versionadas, lamentos de la edad del pavo, y una última hoja en blanco portadora de un respeto tan importante que cualquier cosa escrita no le merezca la pena. Abundan los cuadernos con la torre Eiffel, con decenas de historias y hojas manchadas por la lluvia, o algo más. El cuaderno sepia musical, en el que cada página es un dardo con las promesas e ilusiones que nunca se leyeron. Todas las palabras tienen sus nervios, trazos escritos a ciegas en la noche con las frases para no olvidar, sus arrugas y agujeros...
Pero escribir a mano exige enfrentarse a una condición. Lo escrito deja huella. No nos gusta leer nuestro dolor, nuestras alegrías pasadas, o nuestras pérdidas. Parece ser mejor recordar un vago recuerdo de lo que vivimos, y no de lo que sentíamos en tantos momentos, para suplir de manera falsa esa necesidad de recordar. Nos guste o no, somos más pasado que presente.
Quizá por eso dejo escapar todas estas cosas que podría escribir. Porque he aprendido en mi propia piel que, si algún día pierdo todo esto, tener que recordar por letras todo lo que tengo ahora, todos estos regalos, esta inmensa felicidad, significará estar en un mísero pozo. Historias que pueden estar enterradas, pero que con un vistazo son capaces de revivir y poner los pelos de punta. Supongo que nos pasa a todos.
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