jueves, 6 de noviembre de 2014

Lo escrito deja huella

Me inspiran sus miradas. Me inspiran sus palabras, sus caricias, la profundidad de sus pequeños ojitos. El momento de los susurros tontorrones, que dicen mucho pero machacan poco. Los ratos en los que no se puede escribir, ni se pueden describir. Ratos de silencios, de oración, de inquietud, de dar gracias. Ratos perturbadores, fechas, cifras, que activan recuerdos y remueven conciencias. Pero ocurre que, últimamente, me faltan las palabras. A mí, que siempre me han sobrado por los codos. ¿Dónde se van aquellas palabras que nunca decimos? Aquellas frases que invaden nuestra cabeza antes de dormir, y nos repetimos para nuestros adentros, esperando que amanezca, suene la alarma, estropee un sueño, y aún así podamos recordar tal conjunto mágico de letras que podría convertirse en el tuit de la semana.

En el centro del overbooking mental del día a día, más que nunca resuena la idea de agarrar ese cuaderno en el que nunca me decido a escribir, y es normal. Parece que dé miedo. El cuaderno tiene algo especial que no tienen estos textos digitales y abstractos; las hojas, las letras, transmiten tantas cosas más allá del estado en el que escribiste... Abrir esas galerías de páginas dejadas atrás esconde tanto a veces. El cuaderno verde esconde canciones versionadas, lamentos de la edad del pavo, y una última hoja en blanco portadora de un respeto tan importante que cualquier cosa escrita no le merezca la pena. Abundan los cuadernos con la torre Eiffel, con decenas de historias y hojas manchadas por la lluvia, o algo más. El cuaderno sepia musical, en el que cada página es un dardo con las promesas e ilusiones que nunca se leyeron. Todas las palabras tienen sus nervios, trazos escritos a ciegas en la noche con las frases para no olvidar, sus arrugas y agujeros...

Pero escribir a mano exige enfrentarse a una condición. Lo escrito deja huella. No nos gusta leer nuestro dolor, nuestras alegrías pasadas, o nuestras pérdidas. Parece ser mejor recordar un vago recuerdo de lo que vivimos, y no de lo que sentíamos en tantos momentos, para suplir de manera falsa esa necesidad de recordar. Nos guste o no, somos más pasado que presente.

Quizá por eso dejo escapar todas estas cosas que podría escribir. Porque he aprendido en mi propia piel que, si algún día pierdo todo esto, tener que recordar por letras todo lo que tengo ahora, todos estos regalos, esta inmensa felicidad, significará estar en un mísero pozo. Historias que pueden estar enterradas, pero que con un vistazo son capaces de revivir y poner los pelos de punta. Supongo que nos pasa a todos. 

sábado, 23 de agosto de 2014

Independencia ficticia

Acostumbraba a presumir para sus adentros que él no era como los demás. Que era feliz teniendo todo, que controlaba los bienes y los males que enraizaban su vida... Vivía sin  preocupación, permitiéndose incluso improvisar. Sacarse de la chistera una persona, y tantearla como si de un conejo se tratase. Pero no lo hacía aposta. Quizá el conejo también era feliz, cada uno con su particular visión idílica del mundo.

Pero él se creía distinto, y era cierto. Valoraba muchísimo pequeños detalles que le gustaba tener bajo su control, en su justa medida. Se conformaba con que los principales relojes que adornaban su estantería tuviesen puntualidad y pilas de sobra. Y el que no le aportase nada, a la basura. Una independencia ficticia de la que se sentía orgulloso, mientras que olvidaba que en el fondo de su armario, una caja escondía un lápiz gigante, una libreta semivacía (color beige claro apuntalada con pentagramas musicales) y los nueve pedacitos rotos que tiempo atrás compusieron su ilusión y sus sueños

No obstante, llegó el temido día en el que el idílico y minucioso mundito de cristal que había construido se vino abajo. Algo más profundo que una concienzuda reflexión de varias horas, una auténtica oración, le encendió una chispa que rompió un poco de su corazón. O lo revivió, de algún u otro modo, recordándole la mano que siempre le había dado de comer. ¿Y después? Supo que tenía que echarlo todo abajo.

Daba vueltas en silencio, reía sin ganas, pensaba y meditaba recuerdos pasados que valían una vida. Sabía que su barco nunca habría sido resistente a pesar de haber escondido con él los tesoros más valiosos y secretos. Llegaron los golpes, las olas, simples pero bien dirigidas, hasta que la soledad llamó a su puerta. Y con todo, sigilosamente, como viene él siempre, le atrapó el miedo.

Tres, dos, un sólo día, un sólo instante de miedo, era capaz de adormecerlo hasta el más profundo insomnio. Le cortaba el aliento, le hacía perecer en el más infinito silencio de las horas vacías, del mundo perdido, de los caminos andados y errados. Del sentido que podía tener todo aquello para él.

La putrefacción que acompañaba sus días se traducía en mentiras y falsos rostros. Dejar escapar ese tiempo perdido, ponerse la careta, fingir... Necesitaba reflejar en los demás una ficción, una falsa alegría que pudiera captar la atención de todos a su alrededor. Una burda y soberbia gilipollez que irradiaba para poder esconderse detrás. El precipicio de su vida le aislaba de toda reacción, de todo cambio de actitud posible. Amarrado a ese miedo rechazaba al mundo, que a cada segundo se le asemejaba más hostil, más embustero, ajeno, desconocido, inadaptable, opaco... Un rechazo hacia sus más profundos sentimientos, hacia si mismo.

Pobre infeliz se siente ahora, ése, que lo tenía todo. Que llegado el momento, decidió sacrificarlo en pago por el error voluntario que le llevó a conseguirlo, inmerecidamente. Ese inocente infeliz que arrastra colina abajo los pedacitos más valiosos de otro mundo, de otra vida en la que había despertado la misma ilusión y sueños, desconociendo la piedra que los detendrá.
Ése, que ahora que no puede hacer nada, lamenta todo, su impotencia y la infelicidad ajena.

viernes, 9 de mayo de 2014

Improvisaciones de mayo

Alguien a quien le gusta escribir no debería permitirse el lujo de no hacerlo, aunque lo que tenga que contar no sea gran cosa. Ni siquiera sabe lo que va a escribir. Pero la llegada de mayo me ha abierto los poros de la inspiración, sin tener apenas un sitio claro donde volcarla...

Ha pasado la primera semana de mayo, y tras ella se acercan los días de agobio universitario que uno viene esperando desde hace tiempo. Ese estrés se acerca de una manera extraña, cuando se acaba Semites, y el "tiempo libre" que antes empleaba en un curso de formación juvenil (que va más allá de eso y abarca una formación como persona) ahora se convierte en... caos.

Sin embargo, ese caos no asusta. O sea, se puede salir de él. Con trabajo, esfuerzo, todo el que ha faltado en los últimos 3 meses en relación a algunos aspectos... Y esa inversión de tiempo hace descuidar otros apartados.

Por un lado, uno se ve obligado a ver decenas de películas para poder afrontar una asignatura. Antes hubo tiempo, pero no oportunidades, cierto es. Por otro lado, el sol brilla estos días con fuerza y me hace abrir la caja de las camisetas de manga corta. Y es una delicia. Con toda la honestidad y buena fe que se me pueden presuponer, me gusta caminar por las calles de Aranjuez bajo la sombra de los árboles para no quemarme. A veces todo pro tiene sus contras, claro, y una avería de un tren que arrasa con decámetros de tendido eléctrico puede intentar frustrar un bello y soleado día haciéndote derrochar una hora en Valdemoro. También te puedes indignar, intentar poner una reclamación, observar como alguna gente desesperada y neurótica intenta comerse vivo al conductor... O, como otra opción, esperar. Echarse unas risas ante el espectáculo y el absurdo del suceso, plantearte coger un autobús que te lleve a Villaverde pero que te saque de allí... O hablar por teléfono, y pegarte un cogotón con uno de los carteles del andén. La vida en el transporte público madrileño es muy singular. Y más cuando ahora, en vez de leer tranquilamente El señor de los anillos, poner al día la correspondencia con la carta que te llego anteayer, escribir guiones, adelantar estudio... O, simplemente, quedarte un tiempo para escuchar música con los ojos cerrados... Todos estos pequeños detalles que hacen de la vida algo glorioso y para dar gracias a Dios, desembocan en auriculares, cascos y película de las de clase.

Puede que no me quede otra opción que ver Roma, Ciudad abierta en el autobús de vuelta a casa, en un bello viaje de 5 horas tras una visita express a la tierra nazarí esa de ahí abajo donde hay muchos moros con sus kebabs, y que por ir de empalmada te quedes dormido y desprecies esa película. Puede ser, también, que te toque ver Perversidad de camino a Aranjuez, y que estés deseando terminar las clases para poder seguir viéndola. Cuando no te importa perder un tren, porque sigues mirando la pantalla de tu móvil hipnotizado con esa película tan especial... porque no me sale otra palabra.

Quizás uno desea poder tirarse en el sofá y jugar a la PSP como si no tuviese un trabajo de 9000 palabras que entregar el martes. O poder hacer lo que quiere de verdad... O, lo más sencillo de todo, poder hacer lo correcto, simplemente eso. Me es tan difícil hacer lo correcto que, por no hacerlo, no hago nada.
¡Qué relativo es todo! Igual que escribir a tecla suelta sin pensar en lo que estoy diciendo. De ahí tantas frases disyuntivas en las que encajan tantas cosas. Porque no sabía lo que quería escribir. Pero al menos dejo reflejado esto:

Mayo parece duro, pero tiene pinta de molar. Un mes en el que haces locuras, preparas locuras para el verano, metes la pata, sufres, pierdes el tiempo, duermes poco en defecto de corregir perezas anteriores... Perezas... Y reflexiones, paseos, muchas horas de sol, alergias... Me sobran cosas para escribir sin finalidad alguna. Pero con todo lo que presumo que tengo que hacer, no puedo escribir más, y eso que no he dejado un texto ligerito. Así, improvisando. Pero, a pesar de todo, feliz.

lunes, 24 de marzo de 2014

La vida es una partida de póker, y los amigos las fichas.

A veces pienso que es cierto eso de que la vida es un juego. Nacemos, crecemos y vivimos. Igual que empezar a jugar, que se desarrolle una actividad, y se acabe. Si, bueno, lo defino muy básico, simple e incompleto. La vida es más como una partida de póker. El tapete, el escenario. Las cartas son los retos, las dificultades. El azar, el barajeo, son las vueltas que da la vida. Y las fichas son nuestros amigos, cada una con su valor. No todas son iguales, y cada una cumple una función, en la partida y en la vida.


Las persofichas de 5 son muy típicas. Recibes muchas al principio de la partida, o incluso durante gran parte de tu vida, y su valor no es muy grande. Para un niño pueden ser esos amigos de una tarde en el parque, que vienen, van y circulan sin ningún interés. Son nuestra apuesta mínima para poder jugar. Y jugando, como vienen, se van, y no las vuelves a ver. Para un adolescente, o persona en proceso de madurez, las fichas de 5 son un poco más complejas. Se corresponderían con el tipo de persona a la que conoces en un lugar de tránsito, te da su whatsapp, la lees en twitter, hablas un tiempo, más o menos amplio, con ella y, después, desaparece. Su adaptación a las amistades de internet se relaciona con una partida de póker en el antiguo Tuenti. Apuestas todo a la ligera, y lo pierdes. Porque no tienen ningún valor afectivo para nosotros. Son monedas de cambio. Pero, ¡cuidado! Las persofichas son personas ante todo, aunque las tratemos así. Somos conscientes de que están de paso en nuestra vida y, aunque las acumulemos, para qué engañarnos, no nos van a aportar nada más que una leve subsistencia. Un pasatiempo.


Los fichamigos de 10. Equivale a dos fichamigos de 5, pero eso no significa que tengas dos amigos pasajeros. Equivale a una persona un tanto más seria que juega un papel más importante en tu vida. Porque aprendes algo de ella. No son compañeros pasajeros, de una o dos tardes, sino que te pueden acompañar años. Para los niños, podrían ser los compañeros del colegio. Les une una amistad enorme e irán acompañadas de tardes en los parques que, con el paso del tiempo, no servirán para nada. Para que aparezcan otras personas, otros grupos, y la vida cambie. Por eso valen 10. Porque valen la enseñanza de que, aunque te acompañen mucho tiempo, la gente importante falla. Quizás no se limitan a ese tipo de amistades. Aquí pueden entrar todas aquellas personas que pasan por tu vida, con una misión, y se marchan. O que te acompañan mucho tiempo sin realizar realmente algo importante. Podéis hablar de muchas cosas, de risas y de problemas algo serios. Pero nunca tendrás con ellos algo trascendental. Se les apuesta a la primera de cambio en cuanto da la vuelta el dealer y sube la grande. La jerga del póker es esencial para ese concepto. Pero es muy simple: Ante la dificultad, podrá desaparecer y lo hará. O lo arriesgarás ganando, para que sólo signifique un número más en futuras apuestas más grandes, en retos más importantes de la vida... Estará ahí, como relleno de cosas mayores.
La clave de estos fichamigos es que puede ser que ocurra algo, estúpido o importante, que os separe para siempre. Y, ante eso, una hipotética reconciliación sólo serviría para que os felicitéis los cumpleaños y habléis 45 minutos por la calle si os cruzáis una vez al año, pero nada más. Efimero y desleal.


El valor de los amigos de 20. Para los niños, pocas veces existen estos amigos. Suelen estar ligados a una antigua amistad paterna, vecinal o parentesco familiar. ¿Qué significa? Que crecéis juntos y, a pesar de los cambios, seguís ahí. Por eso recibimos pocos a lo largo de nuestra partida, al iniciar, y en esos momentos únicos en los que su intervención puede determinar tu vida. Podéis hacer y haréis cientos de cosas juntos a lo largo de vuestra vida. Nunca los arriesgas a la ligera, y tienen un valor muy especial en los momentos de dificultad. Aunque, en algunas dificultades, momentos de riesgo o discusiones, no te quede otra que arriesgarlos, nunca los vas a perder así. La dificultad de la vida exige apuestas mayores. Y es posible perder estos buenos amigos de 20 en favor de un rival duro que exige ese nivel. Es posible confundirlas con las grandes de 50, porque están en muchísimos momentos buenos. Sólo el desgaste de la parvida, y circunstancias que, sin querer, os alejan, hacen que se arriesguen estas amistades: Rutinas, vidas distintas, fichamigos de 10 que separarán lo vuestro por algo pasajero en medio de ese continuo caminar... Son fieles estos amigos de 20, en lo bueno y en lo malo. Perderlos es un duro palo. Pero, como se pueden perder, su valor no es tan grande. Para que no te duela tanto. Y, entonces, puedas abrazar a las de 50.


Íntimas fichas de 50. Estas son las escasas y adoradas fichas que manoseas pensativo en aquel momento de la partida en el que te planteas un farol, y que arriesgas a muerte cuando en juego hay un TODO o NADA. Quizás confundimos estos "todos" con los momentos de riesgo de los amigos de 20, pero los de 50 no te dejan tirado. Estos son los amigos que se lanzan al cuello del que pretende hacerte perder. Arriesgan por ti, lleves o no razón, como cuando sigues la subida de las apuestas. Si ganas, vuestra amistad os hará no separaros nunca. Porque ganas un TODO o NADA. Y si ganas eso, poco importa ya después. Es la libertad. Un fin de partida de póker, una nueva aventura juntos en la vida... Pero, ¿qué pasa si pierdes?
Llegados a este punto pueden pasar tantas cosas... Si no llevabas la razón, si no lo hiciste bien, si tu mano no era la mejor, y pierdes... Llegará la nada. La vida se hará cuesta arriba. Tendrás que empezar de cero, aprender de los errores y luchar, por lo que quieres de verdad, para que el vínculo no se pierda. Pero estas escasas fichas tienen algo de especial. Al ser amistades únicas, verdaderas, cuyo valor está por encima de todo, aunque caigáis, siempre podréis levantaros y recuperaros. Porque es la esencia de la amistad. Saber que siempre se puede solucionar todo permaneciendo juntos. Y que los males pueden debilitar fortalezas, pero nunca destruirlas. Esa fuerza de las fichas de 50 es la que te da el control de una partida de póker cuando has construido una torre con las de tus rivales. Tienes la partida en tu mano, como tienes la vida a tus pies para disfrutarla. Por eso las fichas de 50 están siempre, en lo bueno y en lo malo, y aunque no te quede ninguna de las otras, se puede remontar una partida, una vida. Porque valen más que ninguna otra. Y eso lo puede todo.

Por todo esto, las amistades son como fichas de póker. Y la vida, como una partida misma. O una partida de póker como la vida misma. Es lo mismo.